Ya en otra ocasión hablé de los defectos de la Sagrada Familia. Me parece que tener defectos es un don que Dios nos ha dado (aunque en términos generales nos empeñemos en considerar que es una humillación) y no estaría bien que la Sagrada Familia no los hubiera disfrutado.
Tener defectos es, además, un regalo especialmente comunitario. Crecemos en comunidad –familiar, religiosa– y los defectos ajenos son fuente inacabable para crecer en virtudes. También nuestros propios defectos se ponen de relieve en comunidad, ya sea porque alguien nos los señala, ya porque se hacen evidencia en el trato.
Son esos pequeños defectos a los que no solemos prestar mucha importancia: impuntualidad, desorden, tono altanero, tendencia a inhibirse, afán de protagonismo, imprudencia, temeridad, agresividad, murmuración, genio vivo…en fin, toda esa lista de cosas que solemos liquidar con un “yo soy así”.
“Cuánto disgustan a Dios esas faltas que los mediocres llaman poca cosa” dice Manyanet. En “Escuela de Nazaret” San José Manyanet tiene preciosos y serios avisos contra los defectos pequeños y consentidos y afirma rotundamente que son el camino directo a la mediocridad y al letargo del espíritu.
Por eso creo que la Sagrada Familia fue una comunidad en la que también hubo que limar asperezas, corregir defectos temperamentales, aguantar con paciencia los ajenos. En esa familia fueron todos una enseñanza para el otro y también un ejercicio de las propias virtudes.
Recuerdo que, cuando niña, con frecuencia me ponía nerviosa mi madre. Y ella, que lo notaba, me exigía paciencia con sus defectos –pues aceptaba que los tenía y no pedía que por ser madre y quererme mucho yo se lo encontrara todo bien– diciéndome que los aprovechara para hacerme santa. Lo decía de manera sencilla, con un refrán catalán: “si sant vols ser, algú te’n ha de fer” (“si santo quieres ser, alguien te tiene que hacer” …sería una traducción aproximada) aunque luego añadía con sorna: ¡y qué mayor gozo para una madre que hacer santa a su hija!. Ya mayor esa frase de mi madre sigue muy presente en mi vida.
Me sorprende a veces que sigamos aferrados a una imagen hierática de las Sagrada Familia. Son, en la devoción popular, personajes planos: santos al principio, santos al final. En nuestra mente no evolucionan, no se superan, no crecen. ¡Y el verbo que define lo que Jesús hacía en Nazaret es “crecer”! Este hieratismo hace que estos personajes no tengan nada emocionante que ofrecernos salvo lo que les ocurre desde el exterior: buscar posada y no encontrarla, la persecución de Herodes, la vuelta a Nazaret…
Yo me imagino que lo apasionante de los Tres de Nazaret es la aventura interior que vivieron personal y familiarmente con Dios. Esa aventura los tuvo que cambiar radical y continuamente en su generoso afán por empujar la venida del Reino. Y eso, precisamente eso, es lo que más nos cuesta aceptar, prefiriendo muchas veces los clichés.
De todos ellos quizá el que más me molesta es el que afecta a Jesús y que lo convierte en un niño dócil, obediente, sumiso…encantador… pero casi tonto. Porque los niños no son así y si por casualidad nos encontramos con alguno así, los educadores nos preocupamos.
Por eso me ha encantado encontrar un cuadro en el que María da, literalmente, una paliza al niño. Que es hijo de Dios, sí, pero también suyo. ¿Qué habría hecho Jesús? Quizá, curioso, llevaba varias veces acercándose a ese borde de precipicio en el que corría peligro de caerse y sobre el que tantas veces había sido advertido: no te acerques. Pero los niños nunca ven el peligro y Jesús fue niño-niño de verdad. ¿Qué haría? Cualquier cosa que enfadó a María, seguro. Me hace sonreír que mientras la Virgen mantiene su corona, la del Niño haya rodado por los suelos. Eso me lo humaniza, me lo acerca. Es, simplemente, un niño en apuros.
El cuadro, de Ernst Max, causó revuelo en 1926 y fue censurado. Presentaba una Virgen demasiado "humana" aunque hoy molesta más que pegue al niño, que lo castigue físicamente. De hecho, he realizado un pequeño experimento y lo he puesto en un pasillo del colegio. Junto a otros que presentan a la Virgen en actitud orante o bordando inacabables labores. Todos los comentarios, de profesores y alumnos, han sido negativos: “No me la imagino para nada así”, “No me gusta, la Virgen no debía perder la paciencia como cualquier madre”, “seguro que el Niño Jesús no hacía trastadas” o “yo lo veo como una falta de respeto”.
A mí en cambio me habla de humanidad en perfección. Me habla de corregir y aprender. No estoy a favor de las azotainas pero me habla de una familia normal donde la madre se enfada y pierde la paciencia con los defectos del hijo, tantas veces avisado.
Aprovechemos nuestros defectos y los ajenos. Los nuestros nos acercan más a Dios, porque nos hacen humildes. Los ajenos pueden alcanzarnos la santidad.
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